Cada primavera, los bautizados en la Iglesia de Dios conmemoran la muerte de nuestro Señor y Salvador. Pero ¿por qué? ¿Es sólo porque Dios nos lo ordena? Muy pocos cristianos profesos entienden el verdadero significado personal de este acontecimiento.
Nunca debemos olvidar que tuvo que pagarse una pena de muerte por nuestros pecados.
El apóstol Pablo escribió: “Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga. De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Corintios 11:26-27). ¿Podríamos ser culpables de participar de la Pascua de manera indigna? Pablo advierte: “Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí” (versículo 29). Ningún miembro del Cuerpo de Cristo puede llegar a esta época del año con indiferencia. Debemos discernir el sacrificio que se ofreció por nosotros. Es íntimamente relevante, ¡y no podemos tomarlo a la ligera!
¿Por qué la Pascua?
La Pascua es la primera de las fiestas anuales de Dios ordenadas en Levítico 23. Para el pueblo del antiguo Israel, este evento representaba su separación de Egipto, símbolo bíblico del pecado. La pena de muerte (Romanos 6:23), que cae sobre todos los que transgreden la ley de Dios (1 Juan 3:4), pasó literalmente sobre ellos cuando el ángel de la muerte vio la sangre del cordero de la Pascua aplicada a los postes y dinteles de sus casas (Éxodo 12:12-13). La sangre del cordero era la señal, el signo necesario para que la plaga se saltara cada uno de sus hogares.
Esta Pascua original significó un gran punto de inflexión. Fue fundamental para Israel.
Hoy observamos la Pascua como un memorial, un recordatorio anual y una renovación de nuestro pacto con Dios. Este acontecimiento nos recuerda el precio que se pagó para que pudiéramos ser llamados a salir del pecado.
Jesucristo es descrito como el Cordero de Dios (Juan 1:29; 1 Pedro 1:19; Apocalipsis 5:12; 13:8). Se convirtió en el cumplimiento definitivo del cordero de Pascua (Hebreos 9:13-14). Su muerte nos justificó y redimió (Romanos 5:9; Efesios 1:7). Gracias a Su sangre derramada, podemos recibir el perdón de nuestros pecados (Colosenses 1:14; 1 Juan 1:7) y hacer que la pena del pecado —la muerte eterna— pase sobre nosotros.
Es importante darse cuenta de que la muerte de Cristo no nos salva, sino que seremos salvados, tiempo futuro, por Su vida (Romanos 5:9-10).
Sin embargo, la Pascua se enfoca en Su muerte. Debe fijarnos en el Cordero de Dios y en lo que Él sufrió. Estos eventos no se tratan de nosotros ni de nuestros pecados, sino de lo que Dios hizo por nosotros como expresión de Su increíble amor por Su creación; necesario únicamente a causa de nuestra transgresión de Sus leyes.
Nunca se acomode con transigir
Si el sacrificio de Cristo fue una expresión de amor, entonces ¿por qué fue necesaria Su muerte? ¿No era posible que Dios simplemente perdonara nuestros pecados sin ella? ¿No habría sido eso más amoroso?
La respuesta a esto sólo puede entenderse si comprendemos plenamente que la ley de Dios, Su forma de vida codificada, es amor.
Puesto que Dios no cambia, nunca transigirá con Su ley. “La ley de [el Eterno] es perfecta”, escribió David en el Salmo 19:7. Dios es perfecto, y también lo es Su camino de vida.
Dios espera que desarrollemos esa misma perfección y anhelo por ese camino de vida. A nadie que transija con la ley de Dios se le permitirá entrar en el Reino de Dios (1 Corintios 6:9-10; Gálatas 5:19-21; Apocalipsis 22:14-15).
Desde el principio, vemos que se requería el derramamiento de sangre para la remisión de los pecados (Hebreos 9:22). Para que nuestros pecados fueran perdonados, al arrepentirnos, era necesario derramar sangre. No había otra forma de que el hombre se salvara de las consecuencias del pecado. Jesucristo se dio cuenta de que así era. Como ser humano, deseaba otra solución, pero se sometió obedientemente a la voluntad de Su Padre (Lucas 22:42).
Cualquier otra forma que no fuera el derramamiento de sangre habría transigido con la ley de Dios. No habría pagado la pena, sino derogado, o invalidado y anulado, esa pena.
La muerte de Cristo es necesaria
Nuestros pecados nos separan de Dios (Isaías 59:2). Por lo tanto, como una espada de Damocles, la pena de muerte pendía sobre nuestras cabezas.
Fíjese en cómo veía el apóstol Pablo esta situación: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). La muerte de Cristo fue una maravillosa expresión del amor de Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Dios dio Su ley para nuestro bien, no para que transijamos con ella. Como maestros de la ley de Dios en formación, necesitamos entender este aspecto vital de la ley de Dios (1 Timoteo 1:8-10). ¡La ley de Dios es expresamente para nosotros que aún pecamos! Levantar la pena del pecado no nos habría enseñado cuánto sufrimiento conlleva la transgresión de la ley de Dios.
Dios y Cristo viven según esa misma ley, pero no necesitan tenerla codificada. Es Su forma de vida. Afortunadamente, un día también será nuestra forma de vida (1 Juan 3:9). Pero hasta entonces, necesitamos un recordatorio constante. Retraer la pena del pecado nunca habría podido enseñarnos esta lección.
Pablo continua en Romanos 5: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (versículos 10-11).
Caminar según el Espíritu
Viendo que la imposición de la pena del pecado, en lugar de invalidarla, fue en nuestro beneficio, ¿cuál es entonces nuestra responsabilidad? Meditar en el sacrificio de Cristo debería conmovernos el corazón profundamente y a nivel individual: ¡Este sacrificio fue necesario para pagar por mis pecados!
En su primer sermón, Pedro instruyó a aquellos cuyos corazones habían sido alentados para que se arrepintieran y fueran bautizados para la remisión de los pecados (Hechos 2:38).
El sacrificio de Jesucristo no nos redime de la pena de muerte hasta que no nos hayamos arrepentido de quebrantar la ley de Dios, es decir, nos hayamos apartado de este modo de vida pecaminoso. La sumisión a Dios, a Su gobierno y a Su camino de vida es la base de una actitud arrepentida. En el bautismo, declaramos abiertamente que aceptamos a Cristo como nuestro Señor y Maestro.
Si honestamente hemos profesado que este es el caso, entonces “ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1). Debemos aprender a caminar según el Espíritu al dejar que Cristo viva Su vida en nosotros. Entonces, con el Espíritu de Dios morando en nosotros, “el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (versículo 10).
Si Cristo vive en nosotros, entonces verdaderamente “seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). Esto es tiempo futuro. Debemos seguir permitiendo que Cristo venga a nuestra carne, a nuestra mente y dirija nuestras acciones; de lo contrario, ¡nuestra salvación corre peligro!
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:21). Seguir el ejemplo de Cristo, llamarnos “cristianos”, está ligado a dejar que Cristo venga en la carne (1 Juan 4:2-3). Al obedecer la ley de Dios, declaramos abiertamente que Cristo viene a nuestra carne.
Debido a que la sangre de Cristo nos redimió, y a que Cristo entregó Su vida para pagar nuestro rescate (Efesios 1:7; 1 Timoteo 2:6), debemos convertirnos en esclavos de la justicia (Romanos 6:18). Ahora somos siervos de Dios, en lugar de esclavos del pecado (versículos 12-16).
Esta nueva vida de servidumbre a Dios y a Su ley nos conduce a bendiciones y gozo sin medida. Herbert W. Armstrong escribió: “Esta entrega a Dios, este arrepentimiento, este renunciar al mundo, a los amigos y conocidos, a todo, fue la píldora más amarga que jamás haya tomado. ¡Sin embargo, fue el único remedio en toda mi vida que alguna vez me sanó de algo! (…) Y al entregarme a Dios completamente arrepentido, experimente gozo…” (El misterio de los siglos).
Volvernos atrás deliberadamente en nuestro compromiso con Dios, rechazando Sus caminos y el sacrificio que el Padre y el Hijo hicieron por nosotros, nos lleva de nuevo bajo la pena de muerte pero sin más oportunidad de redención (Hebreos 10:26-29).
Autoexamen crucial
Para que la Pascua sea la experiencia rica y personal que
Dios quiere que sea, todos los miembros de la Iglesia de Dios deben tomarse el tiempo de examinar lo que Dios ha hecho en sus vidas y dónde se encuentran en su relación personal con Dios. Debemos saber si Cristo está viniendo en nuestra carne. Ese examen se ordena para celebrar la Pascua de forma digna (1 Corintios 11:26-28).
A menos que el pueblo de Dios entienda cómo hemos sido redimidos y qué precio se pagó por nosotros, el enfoque de nuestro autoexamen nunca podrá ser el correcto.
Pero ¿cómo podemos ser dignos? Ninguno de nosotros es digno de lo que Dios ha hecho por nosotros. Todos merecemos la muerte por quebrantar la ley de Dios (Romanos 3:23; 6:23). Por la gracia de Dios, hemos sido redimidos. Dios no nos deja libres de culpa, sino que permitió una sustitución de la pena, pagada en el sacrificio de Jesucristo.
El autoexamen guiado por el Espíritu es esencial para nuestra vida cristiana. Pablo desafió a los hermanos de Corinto: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2 Corintios 13:5). Al revisar nuestras vidas y actitudes, debemos ser duros con nosotros. Nuestra naturaleza humana quiere hacer que nuestras vidas parezcan mejores de lo que realmente son.
El autoexamen no es un proceso agradable, pero al medirnos con la ley perfecta de Dios, podremos obtener una imagen real de nosotros mismos.
El Sr. Armstrong señaló que encontrar y vivir la verdad requiere una mente humilde. Salir de la niebla del autoengaño requiere que primero reconozcamos que estamos equivocados. Después, debemos admitir estar engañados, o estar en el error, y aceptar la verdad nueva para nosotros. Por último, debemos recibir el don del Espíritu Santo.
Los verdaderos cristianos, llamados y redimidos por la sangre de Jesucristo, de vez en cuando resbalaremos y pecaremos. Pero mientras estemos arrepentidos y luchemos y nos esforcemos contra el pecado, Dios está dispuesto a aplicar el sacrificio de Cristo sobre nosotros (1 Juan 1:9).
El autoexamen nos permite ver dónde hemos resbalado y nos hemos quedado cortos y así poder arrepentirnos y suplicar a Dios que aplique ese sacrificio de Cristo.
No participar de los símbolos de la Pascua del cuerpo quebrantado y la sangre derramada de Cristo, o participar de ellos sin examinarnos, significaría que negamos a Cristo. En ese caso, participaríamos de la Pascua de forma indigna y caeríamos bajo el juicio de Dios (1 Corintios 11:29).
Nuestra participación en la ceremonia de la Pascua es una expresión de nuestra fe en esos símbolos y de que reconocemos nuestra necesidad del sacrificio de Cristo. Debemos saber lo que representan esos símbolos. Debemos entender por qué Dios no pudo invalidar la pena por el pecado.
Medite en estas cosas y aplíquelas mientras se autoexamina. Desarrolle el enfoque correcto en el impresionante sacrificio que se pagó por usted, y esta Pascua será el servicio más íntimo y personal que jamás haya experimentado.