Pasé un día en la escuela primaria de mi hija mayor el año pasado [publicado por primera vez en agosto de 2008], y ¡vaya! Nunca pensé que podría aprender tanto asistiendo a la primaria a mis treinta y tantos años.
En 6 horas aprendí montones… sobre la naturaleza humana.
Esta escuela cuenta con un programa que invita a los padres de los estudiantes a estar en el campus durante todo el día, sirviendo como un par de ojos extras en busca de posibles amenazas en los pasillos, y un par de manos extras ayudando en las aulas. Un programa estupendo, especialmente considerando que, en esta escuela, todo el personal de administración y el profesorado está compuesto sólo por mujeres. El único modelo masculino que ven estos niños en las horas de clase son estos padres.
Presencié cosas impresionantes en algunas aulas. Una profesora en particular tenía a sus alumnos de cuarto descomponiendo oraciones gramaticalmente con una precisión sorprendente. Como grupo, estaban recitando reglas sobre la gradación semántica y la morfología inflexional, lo que quiera que eso sea. Estoy calculando lo barato que me saldría contratar un tutor de gramática de 9 años.
Sin embargo, en otras aulas se estaba aprendiendo mucho menos. Mientras la profesora enseñaba, las conversaciones entre los estudiantes bullían. Prácticamente cualquier distracción los desviaba de la tarea pendiente, y parecían hablar cuanto pensamiento (hasta los groseros) se les venía a la cabeza.
No soy experto en educación primaria, pero creo que puedo sintetizar la diferencia entre las aulas productivas y las improductivas en un solo factor: la determinación del profesor para confrontar la mala conducta.
Si junta a un grupo de niños, verá algo de eso. Puede empezar por algo pequeño. Pero si no se confronta (y si no se elimina, si fuera necesario), se propaga. Es como el virus estomacal que parece afectar a toda la escuela primaria cada dos meses porque los padres ignoran la cuarentena. Lo que la Biblia dice acerca de un poco de levadura es cierto.
Los niños hablan mientras el profesor enseña. Si no ocurre nada, la naturaleza humana susurra al oído del siguiente niño: ¡Eh! Parece que está bien hacer eso. Entonces él también habla. Algún otro niño piensa, bueno si él puede hacer eso, entonces yo haré esto. Al instante, el aula suena como la Terminal Grand Central de Nueva York.
¿No es sorprendente? A veces pienso que los niños están programados para seguir haciendo más bulla hasta que alguien les dice basta.
La verdad es que ellos hacen más bulla específicamente para probar cuanto tiempo pasará hasta que alguien les diga basta.
El maestro con las agallas para confrontar verdaderamente el problema puede rápidamente transformar lo ingobernable en gobernable.
“Cuando de la crianza de niños se trata, cada sociedad está a tan solo 20 años de la barbarie”, escribió una vez el Dr. Albert Siegel. “Veinte años es todo lo que tenemos para cumplir la tarea de civilizar a los niños que nacen entre nosotros cada año. Estos salvajes no conocen nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra religión, nuestros valores o nuestras costumbres para relacionarnos con otros. (…) Para que la civilización sobreviva hay que domesticar a los bárbaros”.
Es un poco dramático, pero en cierto sentido es dolorosamente cierto. Sin duda, llamar a los niños salvajes refleja la realidad mucho mejor que tratarlos como santos, sabios e instruidos natos. Nuestra naturaleza humana inspirada por Satanás representa a un salvaje dentro de nosotros que debe de ser civilizado. Los niños lo tienen a raudales, a menos que seamos diligentes en confrontarlo. Esa es la razón por la que el Proverbio 29:15 dice: “La vara y la corrección dan sabiduría; Mas el muchacho consentido avergonzará a su madre”.
Donde esta realidad verdaderamente me dio una bofetada fue en el patio de la escuela de mi hija. Pasé tres recreos afuera: con los de primero, los de segundo y los de quinto. Cada turba sucesiva se comportaba peor. Los de quinto, habiendo vivido más años sin ser debidamente civilizados, eran auténticos especímenes de salvajismo. Dondequiera que mirara, veía un desfile de carnalidad: insultos, acusaciones, maldiciones, gritos, alardeos, castigos, empujones, enfados, trampas.
Me di cuenta de que la mayoría de estos niños acababan de estar bajo la autoridad de maestras efectivas y calificadas que habían logrado mantener bajo control esa fealdad mediante un trabajo enfocado y productivo. El nivel de naturaleza humana que de repente se mostraba se correlacionaba precisamente con la falta de gobierno en sus vidas en ese momento.
Saque a un estudiante de una estructura de un aula disciplinada, suéltelo con otros 60 niños y déjelo prácticamente sin supervisión; al final tendrá El señor de las moscas.
Odio admitirlo, pero lo mismo ocurre con los bárbaros que viven en mi propia casa. Son tres, sin contar a mi esposa y a mí (quienes a pesar del agente civilizador del Espíritu Santo que mora en nosotros, todavía tenemos nuestros momentos).
Esto es lo que he notado. Cada vez que mi familia está demasiado ocupada y yo en particular empiezo a dejar que los acontecimientos nos rebasen, entonces los salvajes empiezan su desfile. Si mi esposa y yo no estamos realmente poniendo atención, se vuelve más ruidoso y feo hasta que es demasiado obvio para ignorarlo y nosotros intervenimos con un firme basta.
No es así como Dios quiso que fuera la familia. Aun así, no sería exagerado decir que esta forma de entrenamiento infantil de “ignorar a los bárbaros hasta que lo vuelvan loco” es el método número uno empleado en el mundo occidental hoy en día. Todavía estoy tratando de entender cómo los maestros de primaria creen que los niños serán más completos si se les permite como descanso media hora de barbarie en el patio.
Hay mucho que decir acerca de mantener una presencia constante de fuerzas civilizadoras en la vida de nuestros niños: actividades, instrucción, disciplina, lectura, juegos, trabajo, tareas, manualidades, esquemas, horarios, premios, castigos, supervisión. Los niños anhelan la estructura. Cuando no la tienen, se comportan mal hasta que la consiguen. Cuando la consiguen, les da libertad para conseguir cosas asombrosas.
No me malentienda. La familia no es un campo de entrenamiento militar. No hace falta un gran esfuerzo para evitar el caos y favorecer el juego estructurado o ligeramente supervisado. Y no es que a los niños no se les deba dar espacio suficiente para cometer errores. Cuídese para que no entre en un ciclo negativo donde los critique por cada palabra o acción que demuestre lo que ellos son: pequeños inconversos que aún no están civilizados.
Tenemos que asegurarnos de que el mensaje general que enviamos es positivo: cuando hacemos las cosas decentemente y en orden —como lo hace Dios— la vida es más feliz, divertida y gratificante en todo aspecto.
Conforme nuestros niños crecen, la responsabilidad de estructurar sus vidas y controlarse a sí mismos debe recaer gradualmente sobre sus propios hombros. Ellos necesitan práctica para civilizar el salvaje que llevan dentro. De lo contrario, cuando estén por su cuenta, se convertirán en versiones grandes de los estudiantes de quinto en el recreo. Si quiere saber cómo puede verse eso, visite una universidad en Estados Unidos.
El deber de civilizar a los niños que nacen entre nosotros es crucial, y grandioso. Veinte años es todo lo que tenemos.